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viernes, 8 de febrero de 2013

El milagro de la milla como un espejo


"El milagro de la milla" o "La milla perfecta", la carrera de 1954 que corrieron Bannister y Landy, por Inglaterra y Australia respectivamente, por debajo de los cuatro minutos es un hito en el atletismo anglosajón, una de esas leyendas que parece que sólo ellos pueden crear y sostener en el tiempo. Hoy día correr la milla, 1.609 metros, se hace sobre todo en circuitos urbanos como un espectáculo más dentro de la feria continua en la que se han convertido las ciudades. Oficialmente la carrera de la milla fue sustituida por los 1.500 metros que es la distancia que se corre en pista. Hablamos de tradiciones. A todos parecen gustarnos las tradiciones, las familiares, las de nuestras ciudades, las de nuestros países, pero no es "gustar" el verbo, ya sé. Sin embargo cuando un país, o una familia carece de tradiciones, se añoran. Se envidia entonces a otros pueblos cuya forma de vida parece asentarse sobre esas fechas o esos hechos que se rememoran y celebran.
Es solo una carrera de cuatro minutos, pero eso sí, una bonita carrera, con emoción, con potencia, con generosidad en el esfuerzo, con sorpresa final y desmayo. Fue una fiesta en su momento, pero fue sobre todo algo para recordar, algo para contar, para que las nuevas generaciones escuchasen el relato y, al final, fuese una piedra más en el muro de civilización que cada sociedad construye con los medios más o menos rudimentarios que tiene a mano. Por otra parte la tradición es una raya en el suelo; marca un territorio de entendimiento; más allá de esa raya nadie entiende de qué hablamos o puede entenderlo pero no sentirlo como propio. Cerca de casa hay una especie de orden militar que dice datar del 1380, ahí veo a veces a través de la ventana a los alemanes de mediana edad que forman parte de la junta directiva, llevan un gran medallón en forma de cruz y alguna vez que he pasado por allí los veo levantar el brazo, como votando la resolución del día que, me imagino, serán decisiones del tipo: admitimos a tal o cual en la orden; este año nuestro traje de época será jubón gualdiceleste y gregüesco con acuchillados rojos y los sombreros no llevarán pluma. Todo esto se desarrolla en unos salones forrados de madera y plagado de grabados de soldados con grandes bigotes, lanzas en mano y morriones, esos cascos que Castilla puso de moda por toda Europa. Pero dejemos el estilismo militar. Ese tipo de reuniones, lo digo por experiencia, es algo muy parecido a lo que hacen las Hermandades andaluzas: un buen nombre, una insignia, y decisiones poco trascendentes, o sea, una tradición. Pero hay más, hay un consenso, y sólo eso puede hacer grande algo. No es sólo que el pueblo o la familia acepte que aquello es un gran evento. Hace falta una gran maquinaria: necesitamos entrenadores, pistas, jueces, necesitamos a la prensa, necesitamos los negocios, el oro, las palomitas, las banderas, la pistola de salida y también la banda de cornetas, las mantillas, la tv retransmitiendo en directo para España y toda Hispanoamérica, los cirios, los bocadillos, o necesitamos a la madre haciendo el plato especial, a los sobrinos con gorritos de marinero y las viejas canciones de un primo de tu padre que no se sabe muy bien por qué siempre aparece con la guitarra. Al final, correr en menos de cuatro minutos una distancia, o que un Cristo vista con túnica blanca o morada, o asistir a esa reunión familiar se convierte en una cuestión de identidad. Todos miramos, es un espejo que nos refleja en la multitud.

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